En mis vivencias políticas y en el marco de mi ejercicio como
profesionista de la salud mental, una de las consultas más recurrentes, que me
han hecho, está asociada a la existencia o no de trastornos de salud mental, en las personas divergentes u opositoras a sus
posturas políticas, son consultas hechas por dirigentes y activistas políticos
de todas las organizaciones y partidos políticos, de todos los espectros, desde
la derecha conservadora, pasando por los liberales de los denominados “centros”,
hasta la izquierda progresista y sus
espectros radicales ortodoxos.
De conformidad con los consensos científicos acordados por la
comunidad internacional de los especialistas de la salud mental, plasmados en
el Manual Diagnóstico y Estadístico de
los Trastornos Mentales (DSM-5), de la American Psychitric Association (AMP) y
correspondidos en el Clasificación Internacional Diagnostica (CIE-10) de la
Organización Mundial de la Salud se ha definido un Trastorno mental como aquel
en el que se deben cumplir los siguientes elementos: “Un trastorno de salud
mental es un síndrome caracterizado por una alteración clínicamente
significativa del estado cognitivo, la regulación emocional o el comportamiento
del individuo, que refleja una disfunción de los procesos psicológicos,
biológicos o del desarrollo que subyacen en su función mental. Habitualmente
los trastornos mentales van asociados a un estrés significativo o discapacidad,
ya sea social, laboral o de otras actividades importantes. Una respuesta predecible
culturalmente aceptable ante un estrés usual o una perdida, tal como la muerte
de un ser querido, no constituye un trastorno mental. Un comportamiento
socialmente anómalo (ya sea político, religioso o sexual) y los conflictos existentes
entre el individuo y la sociedad, no son trastornos mentales, salvo que la
anomalía o el conflicto se deban a una disfunción del individuo como las
descritas anteriormente.”
Cuando se me ha consultado, la mayoría de las veces mi
respuesta, casi refleja ha sido, por razones éticas, abstenerme de emitir diagnósticos,
que pretendan etiquetar a esas personas con trastornos mentales, más, porque sólo se cuenta con una información
sesgada por el interés personal de los políticos que me lo consultan. Con
excepciones, al solicitar mi servicio profesional, por tratarse del interesado
o de algún familiar de estos políticos, he intervenido y en la mayoría, les he
diagnosticado, después del proceso de evaluación, alguno de estos trastornos
sobre su salud mental y sólo en algunos casos graves, he iniciado un
tratamiento, las más de las veces farmacológico, y luego los refiero con alguno
de los colegas, para dar seguimiento en su atención, por obvio respeto a los principios
y normas que los profesionales de la salud mental, debemos seguir en las
diferentes modalidades de intervención psicoterapéutica, donde debemos de
excluirnos, si existen condiciones de interacción social y afectiva, como
sucede con los parientes y amigos, que generan riesgos para los pacientes en
sus procesos de rehabilitación.
Una de las décadas, las de los noventa, del siglo pasado, la
recuerdo especialmente, en estas necesarias intervenciones profesionales que
hice, cuando una cantidad importante de compañeros y compañeras, militantes de
la Izquierda integraron la depresión y la ansiedad, algunos con riesgos
suicidas, posterior a la caída de los
regímenes comunistas de Europa del este, la URSS, Hungría, Polonia,
Checoslovaquia, Alemania Oriental, Rumania, Bulgaria y Albania. Paradójicamente,
eran los tiempos en que los psiquiatras a nivel mundial habíamos, denunciado y
reprobado el abuso de la psiquiatría, que los regímenes dictatoriales hacían en
sus sociedades a los opositores políticos, desde el seno del Congreso Mundial
de Psiquiatría que celebramos en Atenas Grecia en 1989.
Hasta esa década, había estado rechazando ser militante de
algunos de los partidos políticos existentes, de izquierda, y mi posterior
integración a uno de ellos, me llevo a integrarme activamente en su dirección
estatal y nacional, muy cerca de sus principales dirigentes, quienes llegaron a
otorgarme la confianza, no sólo exponiendo sus realidades de sus problemáticas
personales y de sus familias, sino distinguiéndome profesionalmente hasta en la
atención de algunas de sus crisis de salud. Fue, sin duda una de las etapas más
críticas, donde mi rol político, enfrento crisis con el deber ser de mi
profesión, tan sólo una de las vivencias lo ejemplifican: resulta que en el
marco de las tareas político-electorales que desarrollaba, como uno de sus
candidatos, la principal dirigente cursó con una crisis severa de ansiedad, fui
solicitado, acudí a su valoración, intervine en crisis, prescribí un fármaco
ansiolítico, la compañera se recuperó, como yo era uno de sus adversarios y su
poder era especial, resulta que incremento sus estrategias en contra de nuestro
activismo, a grado tal que los
compañeros y compañeras de ese partido, me llegaron a reclamar mi postura
profesional, con alguien que debería ser objeto de menosprecio, en tanto yo le
brindaba atención médica psiquiátrica, que le permitía recuperarse y seguir dañándonos
políticamente.
Los políticos en México, son ejemplo de la mala salud mental
de nuestras sociedades, ya lo habían referido otros colegas, como el Dr. Manuel
Velasco Fernández (QEPD), que en uno de los congresos nacionales que tuvimos,
en ese mismo año de 1989, fue muy contundente en una frase memorable: “El
problema de las políticas de salud mental, empieza con los problemas de la
salud mental de los políticos que nos
gobiernan”.
Han pasado ya más de 30 años y sigo observando cómo les
distingue la mentira, el engaño, el cinismo, la codicia,
la voracidad por los cargos, la soberbia, la falta de escrúpulos, la
incongruencia, el autoritarismo, la
deshonestidad, la irresponsabilidad, la injusticia, la corrupción, pero sobre
todo el ausente respeto por la vida en nuestro entorno, empezando por la de los
seres humanos y el resto de los organismos
vivientes en nuestro ecosistema. Sus comportamientos sociales anómalos,
no son necesariamente un trastorno de salud mental, en tanto saben esconder muy
bien sus disfunciones emocionales, cognitivas y conductuales como individuos,
que sólo llegan a emerger y ser conocidos por la sociedad, en tragedias como
cuando ellos o sus familias, son víctimas
de enfermedades físicas asociadas a trastornos como el alcoholismo, el abuso de
drogas, o actores de violencia, como en lesiones, homicidios, el suicidio o la
violencia familiar.
Así he observado políticos y políticas en los que predominan
trastornos de ansiedad, afectivos, que van de la depresión al trastorno
bipolar, trastornos de personalidad, con mayor frecuencia cubriendo los
criterios de la personalidad antisocial, el narcisista y el denominado
borderline o de inestabilidad emocional, la personalidad paranoide, sin faltar
los abusos y/o las adicciones al alcohol, tabaco y alguna o varias drogas. En
muy pocos, claros casos de trastornos psicóticos, como la esquizofrenia paranoide y
los trastornos delirantes; eso sí predomina entre ellos el mal uso del concepto
de esquizofrenia y paranoide, usándolo para estigmatizar a sus enemigos,
contribuyendo a dañar los derechos de los enfermos mentales. Lo que he podido
concluir, además es que la mayoría son
personas proclives a desarrollar los denominados patrones de interacción psicopatológica
en sus relaciones humanas, constituyéndose en un factor de riesgo para la salud
mental en sus ambientes.
La salud mental de los políticos, sigue siendo una de las áreas de investigación científica en las ciencias de la conducta poco explorada, mas en países como el nuestro, hay que promoverla.
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